11 de abril de 2011

Había una vez, en un reino no muy lejano...

En los cuentos de hadas hay princesas que han sido encerradas por un rey, reina o bruja malvados y viven con la esperanza de ser rescatadas por un príncipe apuesto y valiente. Hasta aquí la fantasía...

Hoy no hablaremos de que siempre son las princesas las que necesitan ayuda y han de esperar al príncipe azul que va a dar sentido a sus vidas, ni tampoco del hecho de que habitualmente la maldad suele aparecer representada en una figura femenina... No, esas son harinas de otros costales. El cuento de hoy no va de cuentos, sino de realidades. Realidades que superan a todas las ficciones y que son tanto o más inexplicables.

Conozco una princesa, con labios de fresa y piel de caramelo, que vive encerrada en la fortaleza de su particular castillo. Cuatro pisos de altura, dos puertas por rellano y un foso materializado en el asfalto más gris de todo el pueblo, dan cobijo a una joven tan guapa e inteligente como sensible e insegura. Tiene miedo a la gente. Es dulce, bella y generosa, pero se mira al espejo y se siente fea, horrorosa. Ni el más valiente y apuesto de los príncipes puede liberarla, porque esta princesa, más que bella, hermosa, es presa de sus propias inseguridades.

¿Cómo, qué, quién podría ayudarle?

(A la princesa de este cuento le encantan las sortijas de La culpa es de Milú, especialmente esta de alambre azul)


Si hay algo que los cuentos y la realidad tienen en común son la ilusión y la esperanza de que todo puede mejorar. Un final feliz es posible. Ojalá que algún día la princesa de labios de fresa y piel de caramelo vea en el espejo lo que los demás vemos, un corazón y una belleza que envidian desde el mismo cielo. Que pronto abra puertas y ventanas de par en par y grite a los cuatro vientos que va a comerse el mundo entero.

Y, colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

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